El que no haya vivido la intensidad de un amor juvenil
seguramente haya sido testigo por lo menos de uno o lo habrá experimentado a
través de un libro. El amor juvenil es telúrico, pudiente, miríada en su
esplendor. No tuve la suerte por mala o buena de vivirlo pero si de
presenciarlo. Y como todo lo que empaña la juventud terminó disolviéndose en un
espejismo más. No obstante, durante la pasada navidad en una reunión de viejos
alumnos, estas dos almas cándidas se reencontraron, y aunque (que yo supiera)
no se habían dirigido la palabra, se miraron durante un instante, un instante
en el que me pareció que el tiempo se detenía, y en el espacio que los separaba
se habían hilvanado miles de sucesos; construido momentos, ambiciones,
esperanzas; con una belleza pavorosa. Pero toda construcción desapareció
ahuyentada cuando ambos rostros se giraron, uno torciendo el gesto, el otro con
todo el desencanto del mundo reunido en la mirada. Me recordaban a El Gran Gatsby; a Daisy y a Jay; a Zelda
y a Scott, y cómo si hubiera caído en mí el rol de Nick, traté de unirlos de
nuevo con la inane esperanza de brindarles un nuevo final, de un poder tal, que
subyugara toda vicisitud a la voluntad de su amor. Y así, a día de hoy, ellos continúan siendo la historia de amor más
bonita que he escrito.
#historiasdelibros.
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